19.1.12

Yo no sé mentir sobre mí mismo, sobre el precio de mis mercancías, como lo saben hacer todos. Los hombres mienten hasta para repetir una conversación que acaban de sostener. Yo, ni entonces. Cuando se discute, cedo siempre, porque no me disgusta dejar complacidos a los demás. Le doy importancia a lo que escribo, no a lo que hablo. Además, fácilmente se me convence (en esto no hay nadie, nadie que se me parezca) de que me he equivocado. Cuando me censuran, me informo de las censuras con cierto interés científico y puro.

Alguna vez, a mis pasiones se mezcló la pereza, en su aspecto de voluptuosidad. Y entonces mis pasiones me dominaron.

Sin mi timidez, yo sería el más libre de los hombres, y no hubiera dado sitio preferente en mi vida a tal o cual semiaudacia pasajera.

De un momento a otro, el mundo me parece totalmente distinto. Un gesto, una palabra de mi interlocutor me hacen plenamente desgraciado o feliz. Y, con conocerme esta condición, soy tan perezoso que no sé cambiar de sitio cuando estoy melancólico, que sería el remedio seguro. (Nunca lo he probado.)

Alfonso Reyes, La casa del grillo.