6.4.12



Una provincia por ti amada, es la infancia.
¿Te acuerdas aún
de aquellas fiestas con guirnaldas de máscaras
en penumbrosos parques,
en marismas con barcos,
de un tren lento entre luz azul y fronteras,
de un libro (otoño con cazadores),
de una noche en un valle de miedo,
de un volverte a mirar la ciudad
que en un sueño soñabas?
Nadie te puede arrebatar todo eso.
Nada terminó todavía.
De aquella provincia, jamás
podrá expulsarte ningún ángel.

Músicalización: Gabriel Sopeña.
Voz: José María Sanz (Loquillo).
Poema: Una provincia.
Autor: Juan Manuel Bonet.
Propio de la primavera es la llegada de la felicidad, las noches huelen a lila, a miel, a losa tibia de acera donde se sientan los novios para apoyarse el uno en el otro. A cierta hora de la noche, cuando los niños, después de haber jugado todo el santo día en la calle, están cenando ya junto a sus padres, los ladridos lejanos de unos perros hacen patente toda mi soledad. Es entonces cuando aparece el espacio vacío que ocupaste cuatro o cinco veces, quiero decir, me hago consciente de que ya no estás aquí, de que aquí estuviste tú, de que caminabas la casa, la cocina; y con los ojos cerrados te sentía moverte en el colchón, a veces de lado, a veces me regalabas tu espalda, el bronce de tu piel de egipcia. Después abría los ojos y te encontraba sonriendo, como si estuvieras sola, con películas muy simples: cooperabas, con la luz del sol, a iluminar el cuarto. Podías ir a la modesta cocina por jugo, regresar a la cama y volver a lo tuyo, y eras feliz porque te alejabas de todo, y el mundo de mi casa, donde te movías con estudiada soltura, era un mundo aparte, es decir, un mundo que te bastaba y que podía girar perfectamente sin tener en cuenta lo exterior, el mundo de afuera. De eso me daba cuenta porque, llegada la hora de irnos, tu cara ya era distinta, recobraba la inocencia, tal vez un suave miedo inconsciente o ya muy bien asimilado, de salir a la dureza de la ciudad, a lo abierto del mundo, porque si algo tenemos en común tú y yo es que esta ciudad no es nuestra, nos seguimos moviendo en ella como extranjeros. Yo, por ejemplo, aun estando sumergido en ello, he identificado, desde hace mucho tiempo, que la manera en que procede mi vecino ante determinada situación, sea un problema de carácter moral o un asunto que requiera una toma de posición, es una de las que se encuentran dentro de los límites del ethos de la ciudad. Y es precisamente esto lo que vulnera mi sentido de pertenencia: suelo tener presente, casi todo el tiempo, que mi "proceder", una "acción" mía en una determinada situación, se puede comparar a la de todos mis vecinos, es decir, se inscribe dentro de lo que es aceptable, surge de un código común del que no se hace alarde, principalmente porque no se lo ha reconocido en todo su esplendor. El menosprecio de los extranjeros en esta ciudad no tiene que ver con sus tradiciones (la tradición es algo que se "trae", algo que uno heredó y que lleva consigo adonde quiera que uno vaya), con el concepto de sus ropas o la manera de preparar sus alimentos, tiene que ver, más bien, con el código bajo el cual procede en situaciones en las que se requiere la intervención de su voluntad. No importa, al final del día, cómo el fuereño prepara la sopa o las lentejas, si usa el pantalón encima del ombligo o acostumbra a andar con el torso desnudo en el garaje de su casa, lo que realmente importa es que no transgreda el límite de lo aceptable, de lo plausible, el protocolo del acto razonable.

No sé si tengas consciencia de que tú y yo somos ahora un par de inocentes en la ciudad. Muchas veces nos tomamos de la mano para cruzar la calle, como dos pequeños hermanos, niño y niña. Niña tú, niño yo, desaparecíamos entre los semáforos y los muros opacos de unos descascarados edificios, muy contentos, como en secreto, de haber estado en un luminoso mundo de aromas, de sexo, de sabores.