El modo en que Eitán e Isabella llevaban su amistad rayaba
en la ensoñación. Desde cierto punto de vista podía ser casi terrorífico, o al
menos inquietante. Tal vez poético. Los veo de espaldas con sus cabellos
rubios, caminando cuesta abajo una tarde soleada de mayo, deteniéndose en una
pequeña lila para examinarla brevemente y después continuar entre calles tibias
e indiferentes. La despreocupada ciudad de principios de los ochenta, una
ciudad inmersa en sí misma.
Sucede que al hombre se le escabulle el patetismo implícito
en cada uno de sus actos, es decir, casi nunca es consciente de la inocencia
natural que supone su desenvolvimiento cotidiano. Para el hombre, el hombre
mismo es grande; vive en el hombre y, por lo tanto, para el hombre. Se impone
una trama vital que se le va de las manos y que termina reduciendo su humanidad
a mero artificio. El ser humano crea sus propios problemas, pero éstos no le
sirven para desarrollar de lleno en lleno sus capacidades. En un punto de la
historia, de la puesta en escena, esos problemas, esos pequeños estorbos, se
vuelven monstruos inmensos que lo atrapan. Y así se emprende el vuelo de la
vida, y para no sentirnos tan desolados compartimos nuestras propias miserias,
nuestro propio veneno. Malicia, vanalidad, insignificancia, frustración:
"Cosas que tengo que repartir. Es demasiado para mí solo".
De alguna manera, en la ciudad de aquellos tiempos ya se
estaba prefigurando lo que habría de estallar después. Juárez era entonces la
antesala de la cólera y el furor, de la excitación y el sinsentido. Isabella y
Eitán pronto fueron aceptados como parte del paisaje (es decir, ellos formaban
parte de algo: de una colectividad que si bien los veía con recelo y una mezcla
de curiosidad y menosprecio, al menos los toleraba), pero en el hombre natural
se fortalece el tópico, se cumplen las reglas de un destino: cuando algunos
vecinos no podían hacer nada consigo mismos, cuando se aburrían y querían huir
de sí mismos, volvían otra vez a ellos, a ese par de niños lejanos que fueron
siempre como una pequeña piedra en el zapato a la que uno se acostumbra pero
que de vez en cuando causa una leve incomodidad. En ese momento quedaba anulada
toda tibieza y toda indiferencia. La gente siempre terminaba prestándoles
atención.
En 1985 Isabella contaba doce años. Una sola vez se dirigió
a mí. Yo había entrado a casa de Eitán a instancias de su madre, una hermosa
mujer judía de facciones muy nobles que solía ocuparse, junto a sus suegros, de
un bazar de antiguedades en la calle Montemayor. Me pidió que esperara en la
sala. Estando ahí, lo primero que vi fue una televisión que exhibía una imagen
en blanco y negro; a un lado, resaltada por la luz de una lámpara antigua y un
poco ajada, había una mesita negra con fotografías familiares; al fondo, algo
más oscuro, un pequeño y solitario librero, también negro. A mi derecha, parte
de la pared tenía un tapiz color crema con ornatos dorados o cafés. Los sillones:
amplios. Ahí estaba ella, mirándome con el azul de sus ojos. Tenía una pelota de béisbol entre las manos. Titubeando un poco
en la pronunciación del nombre japonés, me dijo: Es una película de Kenji
Mizoguchi.
Pero yo no dije nada. No supe, y aunque lo supiera no
hubiera podido.
Su único amigo bajó las escaleras, traía el guante y el bat.
Un poco tímido me saludó, y luego se fueron.
Ciertos días soleados y especiales, a través del aroma que
despiden las lilas, o de esa atmósfera que aún prevalece en algunas viejas
casas de nuestros mayores -los olores dominicales en sus cocinas, por ejemplo-,
vuelve a mí esta vaga sensación de no haber concluido nada en su momento. Algo
no se cerró, y de hecho nadie lo hizo. Todos partimos sin herirnos, o
hiriéndonos sin querer, pero nadie ejerció la voluntad de poner las cartas boca
arriba. Por eso es que aquellos niños fueron todo el tiempo lejanos, no
llegaban a complicarle la vida a las familias que ahí convivían, pero tampoco
fueron un signo, entre otros, que les ayudara a completar un sentido. Un
sentido de las cosas, un mapa en el cual justificarse. ¿Y por qué ellos u otros
cualesquiera iban a ostentar semejante responsabilidad, una responsabilidad que
es personal en cada hombre? ¿Bajo qué enfermedad actuamos cuando, desvalidos en
la inmensidad del mundo, le endosamos al prójimo el compromiso de darnos un
sentido, una clave para volver a recuperar nuestra vida? También aquellos
tiempos fueron de ansiedades y miedos y odios, sólo que la gente no tenía plena
consciencia de lo que podía lograr si lo exteriorizaba al nivel que se hace
hoy. Ahora somos más libres que antes, pero no sabemos qué hacer con esa
libertad.
Por lo demás, atrás quedaron, derogadas, las promesas que
ambos se hicieron. En el 96 supe, sin yo buscarlo, que a Eitán se lo podía
encontrar en no sé qué dirección atendiendo un negocio familiar de partes para
carros. Entiendo que estaba bien y no estaba casado. La misma persona que me
habló de esto, también me enteró que Isabella no estaba aquí, sino en Toronto,
creo. Casada. Licenciatura en Medicina. Fue todo. Nada importante. Quizás
también ellos dejaron ciclos incompletos o puertas sin cerrar, y no demostraron
ni odio ni compasión; tal vez también ocuparon su sagrado tiempo en cosas
insignificantes y, detenidos por la tristeza o asaltados por la
desidia, vieron pasar los días como nubes que se van y no regresan. Pero la
vida es. Ella no se detiene.