31.10.12


El modo en que Eitán e Isabella llevaban su amistad rayaba en la ensoñación. Desde cierto punto de vista podía ser casi terrorífico, o al menos inquietante. Tal vez poético. Los veo de espaldas con sus cabellos rubios, caminando cuesta abajo una tarde soleada de mayo, deteniéndose en una pequeña lila para examinarla brevemente y después continuar entre calles tibias e indiferentes. La despreocupada ciudad de principios de los ochenta, una ciudad inmersa en sí misma.

Sucede que al hombre se le escabulle el patetismo implícito en cada uno de sus actos, es decir, casi nunca es consciente de la inocencia natural que supone su desenvolvimiento cotidiano. Para el hombre, el hombre mismo es grande; vive en el hombre y, por lo tanto, para el hombre. Se impone una trama vital que se le va de las manos y que termina reduciendo su humanidad a mero artificio. El ser humano crea sus propios problemas, pero éstos no le sirven para desarrollar de lleno en lleno sus capacidades. En un punto de la historia, de la puesta en escena, esos problemas, esos pequeños estorbos, se vuelven monstruos inmensos que lo atrapan. Y así se emprende el vuelo de la vida, y para no sentirnos tan desolados compartimos nuestras propias miserias, nuestro propio veneno. Malicia, vanalidad, insignificancia, frustración: "Cosas que tengo que repartir. Es demasiado para mí solo".

De alguna manera, en la ciudad de aquellos tiempos ya se estaba prefigurando lo que habría de estallar después. Juárez era entonces la antesala de la cólera y el furor, de la excitación y el sinsentido. Isabella y Eitán pronto fueron aceptados como parte del paisaje (es decir, ellos formaban parte de algo: de una colectividad que si bien los veía con recelo y una mezcla de curiosidad y menosprecio, al menos los toleraba), pero en el hombre natural se fortalece el tópico, se cumplen las reglas de un destino: cuando algunos vecinos no podían hacer nada consigo mismos, cuando se aburrían y querían huir de sí mismos, volvían otra vez a ellos, a ese par de niños lejanos que fueron siempre como una pequeña piedra en el zapato a la que uno se acostumbra pero que de vez en cuando causa una leve incomodidad. En ese momento quedaba anulada toda tibieza y toda indiferencia. La gente siempre terminaba prestándoles atención.

En 1985 Isabella contaba doce años. Una sola vez se dirigió a mí. Yo había entrado a casa de Eitán a instancias de su madre, una hermosa mujer judía de facciones muy nobles que solía ocuparse, junto a sus suegros, de un bazar de antiguedades en la calle Montemayor. Me pidió que esperara en la sala. Estando ahí, lo primero que vi fue una televisión que exhibía una imagen en blanco y negro; a un lado, resaltada por la luz de una lámpara antigua y un poco ajada, había una mesita negra con fotografías familiares; al fondo, algo más oscuro, un pequeño y solitario librero, también negro. A mi derecha, parte de la pared tenía un tapiz color crema con ornatos dorados o cafés. Los sillones: amplios. Ahí estaba ella, mirándome con el azul de sus ojos. Tenía una pelota de béisbol entre las manos. Titubeando un poco en la pronunciación del nombre japonés, me dijo: Es una película de Kenji Mizoguchi.

Pero yo no dije nada. No supe, y aunque lo supiera no hubiera podido.

Su único amigo bajó las escaleras, traía el guante y el bat. Un poco tímido me saludó, y luego se fueron.

Ciertos días soleados y especiales, a través del aroma que despiden las lilas, o de esa atmósfera que aún prevalece en algunas viejas casas de nuestros mayores -los olores dominicales en sus cocinas, por ejemplo-, vuelve a mí esta vaga sensación de no haber concluido nada en su momento. Algo no se cerró, y de hecho nadie lo hizo. Todos partimos sin herirnos, o hiriéndonos sin querer, pero nadie ejerció la voluntad de poner las cartas boca arriba. Por eso es que aquellos niños fueron todo el tiempo lejanos, no llegaban a complicarle la vida a las familias que ahí convivían, pero tampoco fueron un signo, entre otros, que les ayudara a completar un sentido. Un sentido de las cosas, un mapa en el cual justificarse. ¿Y por qué ellos u otros cualesquiera iban a ostentar semejante responsabilidad, una responsabilidad que es personal en cada hombre? ¿Bajo qué enfermedad actuamos cuando, desvalidos en la inmensidad del mundo, le endosamos al prójimo el compromiso de darnos un sentido, una clave para volver a recuperar nuestra vida? También aquellos tiempos fueron de ansiedades y miedos y odios, sólo que la gente no tenía plena consciencia de lo que podía lograr si lo exteriorizaba al nivel que se hace hoy. Ahora somos más libres que antes, pero no sabemos qué hacer con esa libertad.

Por lo demás, atrás quedaron, derogadas, las promesas que ambos se hicieron. En el 96 supe, sin yo buscarlo, que a Eitán se lo podía encontrar en no sé qué dirección atendiendo un negocio familiar de partes para carros. Entiendo que estaba bien y no estaba casado. La misma persona que me habló de esto, también me enteró que Isabella no estaba aquí, sino en Toronto, creo. Casada. Licenciatura en Medicina. Fue todo. Nada importante. Quizás también ellos dejaron ciclos incompletos o puertas sin cerrar, y no demostraron ni odio ni compasión; tal vez también ocuparon su sagrado tiempo en cosas insignificantes y, detenidos por la tristeza o asaltados por la desidia, vieron pasar los días como nubes que se van y no regresan. Pero la vida es. Ella no se detiene.